Tácito y la destrucción de cremona. El poder de la codicia
En-claves del pensamiento
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, División de Humanidades y Ciencias SocialesEn este texto Antonio Hermosa Andújar, catedrático de Filosofía Antigua, bellamente reflexiona sobre la destrucción de Cremona. Desde la perspectiva de Tácito da cuenta de la violencia de la guerra, la compleja situación psíquica de los combatientes, las pasiones y en especial la codicia.

			No era la primera vez que el Capitolio ardía. También antaño, como ahora, fueron las llamas de la guerra civil las que le prendieron fuego; pero entonces fue fechoría privada, en tanto hoy crepita el odio público. La construcción del templo había sido la promesa que los reyes romanos dejaron en prenda al futuro por la insigne grandeza de la joven ciudad y, después, el testigo con el que la libertad se conjuró consigo misma a impedir, bajo forma de
Y más todavía: el resplandor de esas llamas, contemplado en la lejanía del tiempo por los galos izados en rebeldía contra el imperio, quemaba algo más; signo de un cambio de designio de Júpiter en su relación con Roma al consentir la destrucción de su propio hogar otrora preservado por él mismo, las llamas no sólo incineran el pasado republicano y sus ideales, sino que en la mente gala incendian también su futuro imperial; arde, pues, a un tiempo la gloria republicana y el destino de la Roma de los césares. Cambiando de pueblo al abandonar su hogar devastado, Júpiter adopta al pueblo sublevado para recuperar su libertad, garantiza su propósito de destruir al que lo oprime y, en fin, sella a fuego el pasado y el futuro de la Urbe.

			

				

				
Tácito deploraba dicho incendio como 'el más lamentable y vergonzoso atentado que padeció la república del pueblo romano [
La guerra civil prosigue su curso victorioso a lo largo y ancho del vasto escenario de la política romana. Ya dos emperadores, Galba y Otón, han perecido a manos de la espada, y el tercero en la sucesión -desde que el ejército reemplazara al senado asumiendo por la fuerza su función en el nombramiento del candidato-, Vitelio, intuye esa suerte para él como resultado previsible de su actual guerra contra Vespasiano por mantenerse en el trono. Esos simples hechos, junto al amplio cortejo de perversiones y peligros que son en sí mismos para la existencia de Roma y la vida de sus habitantes, dan idea de la vorágine que define el estado actual de la ciudad y la incertidumbre que acecha la suerte de los ciudadanos. También relucen anécdotas que apuntan a idéntico blanco de manera más modesta, como la del hijo que encuentra al padre alistado en el bando rival, y al que sólo descubre como tal tras darle muerte en su duelo personal; entonces el arrepentimiento llega tarde para calmar el dolor lancinante que siente, aunque quizá no el perdón de los manes paternos al que aspira. La solidaridad de quienes le rodean al descubrir la situación es un canto a la humanidad que aún caldea sus corazones pese al frío polar del ambiente.

				Mas, de hecho, la normalidad no ha cesado, porque ni el dolor por 'la crueldad de la guerra', ni la compasión despertada impiden, dice Tácito, que se degüelle y despoje con menor afán a parientes, allegados y hermanos. Y sentencia: 'hablan de que se ha cometido un crimen, y lo cometen'.

			

				

				
En este punto tal vez convenga formular una serie de interrogantes mediante los cuales intentar elucidar la compleja situación psicológica y moral sobrevenida y clarificar la reacción en la misma de parte de quienes la protagonizan. Combatir día y noche ha llevado al combatiente a la extenuación; en ese punto, en el que una fatiga virtuosa pulveriza los músculos del cuerpo y, con ellos, los del ánimo, donde la vida finge entreverar sus aguas con las de la muerte, ¿qué divinidad hay más fuerte que la debilidad extrema en grado de cicatrizar sus heridas devolviendo de golpe el vigor al cuerpo y la juventud al espíritu? ¿Cuál es la magia capaz de ilusionar repentinamente al nihilismo fisiológico, llenar de color unos ojos moribundos y de calor un brazo que ya ha desertado la espada que lo defiende? Y, ¿quién seduce al ánimo con un turbulento despertar así?

				En el ciclo infinito de hostilidades en el que se ven envueltas las tropas del emperador real y del emperador
El pasmo que paraliza al ejército de Vespasiano, en el que Tácito compendia el impacto ocular del espectáculo antedicho sobre el ánimo de sus miembros, no sólo intensifica de repente la fatiga de sus integrantes, sino que al minar con dudas la capacidad de reacción de los jefes la decisión a tomar aquí y ahora terminará por tornarse un enigma. El primer abismo del qué hacer, si atacar ya o postergarlo, configura un duelo de la naturaleza humana consigo misma sirviéndose de dos elementos radicalizados. La fatiga que roe los miembros de los soldados se opone con vehemencia a entrar en combate ya, máxime cuando no es posible contar con refuerzos. La psicología, en cambio, arguye que es un alto precio derrochar esa energía ahora fatigada, es decir, aceptar el descanso sin su premio. El segundo abismo del qué hacer nace de una posible respuesta al primero; esto es, la construcción de un campamento fortificado, pero la táctica halla respuesta dentro de sí misma: el enemigo también se defiende atacando, y los muchos brazos ocupados en dicha tarea roban fuerza a la posibilidad de defenderse con éxito llegado el caso.

				Hay una tercera duda, la más básica y elemental, que transforma decidir en un enigma, dado que afecta no a la orientación de la decisión, sino a su propia existencia: si es posible tomarla o no. Suena como poco a paradoja que los jefes de un ejército, forzados por la naturaleza de su rango a decidir, se planteen si
Los jefes no saben qué hacer porque no mandan ante su tropa. La razón de la indisciplina -la duda es ya manifestación tajante de la misma- latente en el ejército, y de que la sorpresa gobierne ocasionalmente sobre las propias armas yace en un precepto en apariencia aséptico de la naturaleza humana, pero que en determinados contextos, como el actual, se revela de una fuerza demoledora: 'y es que se estima poco lo seguro, y la temeridad engendra esperanza'. Ni la obediencia debida, ni los valores o ideas que la sustentan, ni el castigo que conlleva infringir el mando, ni el peligro que puede generar una conducta semejante, ni el precedente con el que amenaza perpetuarse: nada impide que, en determinadas circunstancias, algunos individuos aspiren a llegar a ser los bastantes como para desafiar al destino en una sociedad y de jugar con la muerte en un doble escenario, el que concierne al grupo en cuanto actores de una acción rebelde y el que afecta al conjunto de la sociedad a la que traicionan.

				Ahora bien, ¿cualquier esperanza incita a la temeridad a declarar su comunidad estado de naturaleza? ¿Toda esperanza vale lo que otra o hay
¿Por qué derroteros conduce la codicia a sus presas humanas? ¿Qué aporta la guerra a las acciones propiciadas por ella? Ante todo, conviene observar que, a pesar de su ferocidad, la codicia sabe que no es la única pasión que subleva al corazón y que no siempre es dominante, e incluso que, en medio de la nada civilizatoria, como puede llegar a ser la guerra, la razón dé las órdenes más ajustadas a su interés; de ahí que, en determinadas circunstancias, con humilde prudencia, dé un paso atrás y ceda a sus subordinados el dominio de la escena. Así, destruir la empalizada y asaltar las murallas quizá formen parte en cierto momento de dichas circunstancias, y entonces el arte militar echará mano de su sabiduría a fin no sólo de diferenciar 'a esforzados y cobardes', sino de, en tal situación, que 'se inflamaran al rivalizar en pundonor'; o bien acarreará, más allá de la organización de la tropa, materiales extraídos de la psicología con los que proceder a derribar las altas torres de piedra a las que tan alta cuota de su seguridad fían los defensores.

			

				

				
Ahora bien, la codicia permanece al acecho de los acontecimientos pronta a intervenir y mutar a su favor las señales desfavorables; y si esperamos un poco, al resultado del primer choque de Roma contra Roma, de la tortuga formada por los asaltantes contra el modo de desbaratarla por parte de los sitiados, advertiremos su irrupción inmediata en cuanto los primeros cedan ante el empuje de los segundos, pronta a quebrar la suerte adversa de los acontecimientos: en medio de 'una formación de tortuga desorganizada y vacilante' oiremos su rugido en el pecho de los indecisos cuando los 'jefes' señalen 'Cremona a la tropa cansada y que rechazaba las arengas como inútiles'; justo en el instante en que Cremona toma la forma del botín una oleada de furia rejuvenece los miembros fatigados y les imprime un punto hacia el que avanzar sin detenerse, como si murallas y defensores se hubieran vuelto de aire. Sólo la codicia posee ese poder colectivo repentino y milagroso sobre sus sujetos; ella rehace, como si nada, la tortuga deshecha, reintegra la sangre a los cuerpos de los soldados y restaña sus heridas como si no se hubieran producido, y perpetúa su magia transformándolos en una máquina de piezas perfectamente encajadas que nada logrará refrenar antes de obtener su objetivo inmediato: 'minar el recinto y golpear las puertas… y agarrar con las manos las armas y los brazos del enemigo'. Tácito parece en este punto recordar la guerra de Corcira narrada por Tucídides al concluir lo que sigue con la narración del festín con el que la muerte celebró el fin de la jornada.

			

				

				'Ruedan ilesos junto con heridos, los medio muertos con los que expiraban, pereciendo de diversos modos y
Asimismo, cuando acto seguido las tropas invasoras, traspasada ya la muralla, se topan con un ejército rival extremadamente leal al actual emperador, al que se agregan además los muchos visitantes de paso por la ciudad con ocasión del próximo mercado, es decir, cuando la seguridad de la fuerza, de la legalidad y del interés se refuerza con la del número aleatoriamente incrementado, que podría oponer al avance de los sitiadores un obstáculo mayor que los físicos recién dejados atrás, es la codicia quien les cambia el sentido del espectáculo haciéndoles ver en esa multitud 'un acicate' para incrementar 'su botín', y quien urde planes con los que juega a fragmentar los intereses de los ciudadanos y les tienta a cambiar de bando. Sabiéndose patria común de los humanos, con independencia de la coyuntura que actualmente les enfrenta mediante la guerra, inspira a Antonio, el jefe del ejército de Vespasiano, la táctica a seguir: 'ordena que cojan teas y peguen fuego a los edificios más hermosos de las afueras de la ciudad, por si los cremoneses, a la vista del daño sufrido por sus bienes, se avenían a mudar sus lealtades'.

				Tácito no nos relata cuál de los dos gladiadores combatía con mayor vigor en el pecho de los cremoneses, si sus intereses materiales, que les desvinculaban del cuerpo colectivo conformado por la energía espiritual que vinculaba su lealtad a una persona y se expresaba en la obediencia a sus órdenes y en la defensa de sus dominios, o esa misma energía. Ni siquiera hay tiempo para probar la genuina naturaleza de la misma una vez liberada del temor a la desobediencia: y es que, de repente, las tropas favorables a Vitelio perciben el desplome de su ánimo ante el cariz que van tomando los hechos. En este punto, el foco se traslada de los ciudadanos a la tropa y, al concentrarse sobre ésta, muestra las enormes fisuras ideológicas o de intereses que mueven a jefes y soldados, y cómo la guerra altera valores consolidados transustanciándolos en prejuicios, reconfigura el mapa normativo en favor del amor a la vida y cómo esa pasión, que unos y otros tienen en común, les distancia entre sí en su modo de defenderla, sobreponiéndose además al honor o a cualquier otra divinidad, incluida la del amor al emperador o al imperio, o la de su lealtad a Roma, ante la cual en otros tiempos se postrara.

				En el momento de la rendición de los defensores de la ciudad ante sus asaltantes otras pasiones, que esperaban su turno velando armas, cobran protagonismo con el cambio de situación. El amor a la vida, o el deseo de sobrevivir, si se prefiere, llama en su auxilio a la esperanza, que aconseja a los jefes no tensar la cuerda del perdón, esto es, renunciar a la lucha, dado que la ira del vencedor suele tener poca paciencia y prefiere una muerte ilustre a otra vulgar; los soldados lo tienen más fácil, por cuanto desde el refugio de su anonimato siempre resultará más fácil escabullirse en los meandros de las sombras y esquivar los golpes del destino. Tanto, sentencia Tácito, que luego de 'haber abandonado la guerra' 'ni siquiera pedían la paz'.

			

				

				
Es también la hora de la humillación, del abatimiento, de la compasión e incluso de la venganza, preparada con mimo por el poderoso mientras andaba entre grilletes, y que irrumpe en la soberbia del ritual -la toga pretexta y los lictores que acompañan a Cécina- con el que éste reaparece en la escena pública; e incluso, y para su sorpresa, es la hora, en el mismo bando vencedor, de la ira contra esa soberbia a destiempo que interrumpía la cadena de emociones que iba desde la humillación de los vencidos a la congoja de los vencedores ante la misma, el instante mágico e inesperado en el que éstos sienten como de los suyos a los primeros. Todo había iniciado cuando los jefes liberan a Cécina y, en un alarde de indignidad que es como apretar sobre sí misma a la humillación, le piden con lágrimas de suplicante, cual si de una divinidad se tratara, que interceda por ellos ante los vencedores, a lo que sigue la altanera negativa de éste. Es entonces cuando tiene lugar la procesión de, en apariencia, cadáveres vivientes, pues a las 'enseñas y águilas' de los vencedores sigue 'un cortejo entristecido de hombres sin armas con la mirada en la tierra' que recuerda al de los romanos ante los samnitas en las Horcas Caudinas, de no ser porque el abatimiento de éstos se debía en primera instancia a su obligación de vivir para que Roma no pereciera; en tanto, el de aquéllos es simplemente el precio a pagar por sobrevivir a cualquier precio, una transacción barata desde el momento en que tras la misma quedan vivos.

				Lo que, sin embargo, hace cambiar la actitud de los vencedores respecto de los vencidos es la natural aceptación por parte de éstos de la humillación, la ausencia de todo rastro de altivez en su compostura frente a los agravios recibidos, que traslada repentinamente a la memoria de los primeros la moderación con la que los humillados de ahora se habían comportado frente a los perdedores de antes tras su victoria. Surgía así ese sentimiento de compasión al que es fácil seguir el rastro desde los ojos al corazón de los espectadores, esa suerte de tentación unitaria en cuanto romanos de unos respecto de otros que la llegada fatua de Cécina interrumpe con sus ínfulas de grandeza.

			

				

				Y que le podía haber salido cara de no haber intervenido Antonio para aplacar los ánimos y enviar a Cécina junto a Vespasiano.
Ante la plebe de Cremona la codicia apresó la ocasión de hacer nuevamente ostentación de poder. Otra intervención de Antonio ante su tropa evitó que fuera diezmada en la matanza que parecía haberse iniciado. Los soldados acatan la voz de su amo, saldada la crisis de autoridad que había transformado decidir qué hacer, cuáles órdenes impartir, en un enigma. Su discurso enhebra el valor de la clemencia hacia los vencidos en la lista de sujetos que gobiernan la escena de la guerra en
Digamos antes de nada que la codicia no necesita de otra justificación que ella misma, pero no rechaza ampliar su legitimidad echando mano de pasiones afines y de sucesos del pasado más o menos reciente (lo recién denominada propia psicología y memoria). En la mente de los soldados discurrían hechos como la burla inferida a la legión XIII durante la construcción del anfiteatro, el asesinato de mujeres llegadas a intervenir en la guerra y la reincidencia de la ciudad en su apoyo a Vitelio, todos ellos culpable de petulancia y de enemistad, que la codicia fácilmente transforma en propaganda para su causa. Pero donde ésta halla otras fuerzas de reserva con las que potenciar su propia naturaleza -insisto: ajena de suyo a cualquier motivación añadida- es en la cantera de su propia psicología, las pasiones del resentimiento y de la envidia, capaces de dar alas a la furia incluso en la vida privada pero que, instrumentalizadas al servicio del botín, no hay paz que las refrene. El mercado en curso potencia la opulencia inherente a la ciudad casi desde su fundación, es decir, multiplica la avidez al tentarla con cúmulos de objetos diversos con los que saciar temporalmente su estómago, el monstruo que reclama incesantes sacrificios una vez saturado de la sangre de las víctimas. La envidia hacia los opulentos será el expediente merced al cual la codicia recurra al botín para equilibrar la balanza alzando el platillo inferior hasta conseguir su peculiar forma de justicia. Pero será el resentimiento generado por el apoyo constante al enemigo, esa declaración permanente de hostilidad que los actos elevan a principio, el principal aliado de su naturaleza encontrado por la codicia al objeto de santificar el botín como justicia. El resentimiento ahoga en el fondo de su cieno la menor posibilidad de humanizar a la víctima, de empatizar con sus razones y entender sus intereses, de rebajar la pena preestablecida con los atenuantes de las circunstancias, de ser sensible a los sentimientos connaturales a todos los individuos. Llegados a ese punto sin retorno, la cuestión que aparentemente sale al paso es: ¿es la vida de los despojados separable de su hacienda o se mezclan necesariamente su dignidad y sus bienes? La narración de los hechos demuestra la ingenuidad de creer que el camino del botín podía concluir privando de sus bienes a sus expropietarios o incluso incluyendo vida y dignidad de los mismos en el lote usurpado. Nada hacía presagiar que el horror aguardaba paciente vigilando su curso para hacer irrupción en el atraco que la fuerza hace a la justicia cada vez que se autopremia el vencedor, ni que la humanidad podría desbordar de nuevo, como ya expusiera Tucídides al narrar la guerra de Corcira, los límites de la más brutal bestialidad.

			La orgía de violencia desatada en la ciudad, en manos ya de soldados, porteadores y vivanderos, aun tan extremada, no era nueva y poco tenía que envidiar, por ejemplo, a la recién mentada, pero los niveles de crueldad alcanzados, por inauditos, vuelven a parecer únicos al espectador, incapaz de familiarizarse con tanto horror como el perpetrado por individuos que en otros contextos habrían sido padres, hijos, esposos, amigos, vecinos o ciudadanos amables y honrados en mayor o menor grado. Pero la licencia para apropiarse del botín que cada uno logre obtener transitoriamente suprime la civilización y crea el estado de naturaleza sin más.
Cuando la marabunta entra en la ciudad -distinciones, rangos, títulos ya ilegítimos-, o mejor, en un escenario amorfo y accesible, la barahúnda está garantizada y las tropelías se suceden por doquier. El respeto sagrado que hasta hace unos instantes, para vencedores y vencidos, imponía la edad, la veneración que inspiraba o la dignidad que representaba, es profanado por la avidez, degradado a utensilio, confundido con los demás, y valorado en función del uso que se le pueda dar; quien pensara hallar cobijo bajo el manto de su venerable autoridad pronto advertirá que la ha perdido toda, y la persona que sea buena para ser violada, será usada así; y a la buena para ser asesinada, se la usará así, porque la persona que alcanzó la edad provecta ha dejado de encarnar protección, para sí o para otros, e incluso ella misma, apenas usable para otra cosa que para la befa y el escarnio, será objeto de burla hasta que el bufón descanse o mute actividad.

				Esa forma amable de degradación, desde luego no se padecía cuando la víctima eran una doncella o un joven vigoroso, porque entonces cada componente de la turbamulta quería la pieza entera para sí, por lo que tirando con fuerza para apropiársela desgarraban sus miembros y su vida. Pero como la violencia no siempre paga a los traidores que se sirven de ella en sus propósitos, la sinfonía del horror que tenía reservada a sus devotos no hace sino estallar: aquéllos que deseaban apropiarse entera la pieza de la belleza o la juventud sufren la venganza inmediata de las víctimas despedazadas, pues acaban por 'empujar a la mutua aniquilación a sus propios raptores'. A partir de ahí, el
Dice Tácito: '[c]uando uno agarraba para sí el dinero o las ofrendas, ricas en oro, de los templos, terminaba degollado por la superior violencia de los otros'. El botín con el que la codicia pretende saciarse en cada raptor ha terminado por aislar a los soldados que entraron juntos a saquear a fin de sacralizar su derecho de vencedores, y ya son sólo lobos desconocidos y rivales, en el que el derecho de saqueo se autolimita en la fuerza del saqueador, esto es, lo limitan otros como él más fuertes que él. El lector avisado podrá exclamar aquí lo que ante los sucesos de Corcira: ¡la previsión de Hobbes, verificada!

			

				

				La
Todas las cosas a disposición de cada cual y todos los medios de obtenerlas. Pero ningún límite normativo, ningún obstáculo digno de reconocimiento a la acción de un sujeto en el que el estómago rige su mente y acumular sin continencia es la ley del estómago. El reino de la voluntad pura o reino de la fuerza pura, porque en una tal condición el derecho abstracto a todo se topa con el más brutal de los límites en realidad: la fuerza de realizarlo. Es lo que gráficamente Tácito representaba en esos individuos despedazados por sus compañeros de codicia mientras despedazaban a la víctima que hubieran querido íntegra para sí. La bacanal de la violencia, con todo, no ha llegado a su fin: para configurar en su plenitud el arte del horror aún falta su más preciada perla: el placer. El placer por el horror.

				Entre las últimas citas hemos saltado un párrafo que dice esto: '[l]levaban [quienes iban a la búsqueda de los tesoros ocultos] en sus manos teas encendidas que, concluido el saqueo,
Las tropas de Vespasiano ya habían llegado a Roma y en su mente el instinto es reproducir Cremona. Antonio querría calmarlas mínimamente demorando un día el ataque, por temor a que en pleno combate el fragor más estentóreo fuera el de la codicia y aquéllas, a sus órdenes, se desentendieran del pueblo, del Senado y de los dioses. Empero, las tropas 'miraban todo retraso con desconfianza', y fuerzan el ataque. En ese
Con los dos ejércitos enfrentándose entre sí, la plebe espectadora jalea a sus favoritos, que ni siquiera son siempre los mismos, sino aquéllos a los que ve ganar, y pide a los luchadores que degüellen a los que desertan. Hay una razón y no es el castigo a quienes violan la aparente dignidad de combatir por la patria, sino otra más familiar: 'el populacho […] se quedaba con la mayor parte del botín', esto es, de los bienes de los muertos, aprovechando la confusión de la escena. Quien creyera por lo expuesto hasta aquí que la codicia era una especie de heroína que prefería a los valientes y los premiaba con el botín por su victoria, y que, por ende, hacía ascos a la cobardía, al desapego o a la indolencia, no tiene más que seguir mirando el espectáculo, ya confundidos actores y espectadores. Lo que se ve es Roma; o mejor, lo que queda de aquella Roma que Virgilio quiso inmortalizar por siempre celeste. Y cómo se ve Roma, es así: 'Toda la ciudad ofrecía una imagen cruel y horrible: de una parte combates y heridos, de otra parte baños y tabernas; también sangre y montones de cadáveres, y al lado las rameras y los que a ellas se asemejan'. Por si aún no quedara claro continúa Tácito: 'todas las pasiones de un ocio vicioso, todos los crímenes del más cruel de los cautiverios; hasta el punto de que se creería que la
Como en el presente trabajo no nos hemos propuesto recorrer con la codicia todos los escenarios donde muestra su poder, sino ante todo mostrar su comportamiento donde éste es máximo, el del botín tras una batalla victoriosa de enjundia, renunciamos a intentar sopesar su contribución a la escena descrita, esa yuxtaposición obscena de sordidez y de lujo, de violencia e impasibilidad, de autoritarismo y alegría, aunque cabe intuir que su papel no sea precisamente indiferente en esa estampa que se sirve del negro para reflejar la situación política y social de la ciudad. El cuadro completo de la misma termina de perfilarse cuando el historiador recuerda que la ciudad ya conoció otros momentos en los que ejércitos en armas y la pasión de la crueldad llenaron también de violencia las calles y de sufrimiento las almas; pero esto último, señala con desesperada lucidez, es lo que ha cambiado en un sentido que hace ininteligible el cambio, inexplicables los hechos: ejércitos recorriendo las calles de Roma y crueldad torturando las vidas romanas, decíamos: 'Pero ahora había una inhumana tranquilidad, y las diversiones no se interrumpieron ni por un momento: como si se tratara de una alegría más que se sumaba a los días de fiesta, [los miembros del populacho] se mostraban exultantes y gozaban sin importarles para nada los dos bandos, alegres con los públicos males'. 
			 
				 
				Véase el entero par. 83 del libro III (la cursiva de una de las citas es nuestra). 
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			Pero como ésta ya no se esfuerza por ser cruel con una criatura que ha dejado de inspirar miedo, le permite el lujo de conformar
Para concluir. Difícil dar con una arcilla que moldee más la vida de los humanos. Siempre y por doquier omnipresente, a pesar del cerco de amenazas y castigos a que la someten normas y tradiciones, en momentos de éxtasis

			

				

				Los únicos que traemos a colación aquí. Pero recuérdese, por añadir otro ejemplo, que en el pueblo espectador era la base de la indiferencia por el vencedor, como si quién —y cómo— venciese en nada afectara su futuro.

			13 como el del
, IV, tr. José Luis Moralejo (Akal: Madrid, 1990), 52, 2.
'Si es que nuestra conducta lo hacía posible'.
Por no hablar aquí del instinto de emulación que segrega en quienes a veces la recrean y con frecuencia la padecen, instinto que los lleva a robarla de donde está y recuperarla para sí.

			'Ruedan ilesos junto con heridos, los medio muertos con los que expiraban, pereciendo de diversos modos y
Y que le podía haber salido cara de no haber intervenido Antonio para aplacar los ánimos y enviar a Cécina junto a Vespasiano.
La
Y lo que la hace insaciable la vuelve, por un lado, extensible a todos los bienes acumulables, mas la insta por otro a concentrarse en cuantas menos manos mejor siguiendo la propia ley inscrita en su naturaleza, idéntica en su lógica a la ley de la oligarquía o de la aristocracia, según Aristóteles, las llevaba naturalmente a concentrarse
Véase el entero par. 83 del libro III (la cursiva de una de las citas es nuestra).

			Los únicos que traemos a colación aquí. Pero recuérdese, por añadir otro ejemplo, que en el pueblo espectador era la base de la indiferencia por el vencedor, como si quién —y cómo— venciese en nada afectara su futuro.